Últimamente he notado que a pesar de todo lo que lo amo,
nuestra relación es unilateral.
Pienso en él en todo momento,
procuro que esté limpio y lo cuido todo lo que puedo;
pero nunca es suficiente
porque él decide no asearse
y dejarse ver entre la mugre y la miseria.
Trato de crear un círculo de amistades que aporten a su vida,
de progresistas, liberales, hombres con conciencia cívica
y alto sentido de lo moral;
de los del pueblo, de los que no tienen dinero
pero si un espíritu rico.
El se codea con narcotraficantes,
con políticos vendidos y ladrones.
Cuenta entre sus mejores amigos con uno que otro policía,
de esos que organizan atracos a bancas de apuesta;
y un senador que pone el nepotismo por encima de la necesidad.
Intento invertir mis ganancias en un futuro con él,
proyectos que nos ayuden a crecer, a alimentarnos,
a asegurarnos una vejez compartida.
Pero él se lo lleva todo con falsas promesas.
A veces pienso que para él sólo importo a la hora de sacarme los cuartos.
Me golpea, me humilla, me miente, me toma por idiota.
Y yo aún aquí, pretendiendo que es algo temporal,
que ya pronto pasará todo.
Conformándome con migas, mientras que con otras
se desayuna en Marocha y cena en Davy Crockett.
Debería dejarlo, debería marcharme a otro país,
mientras él y sus tres cordilleras, su catedral primada,
sus trío de padres de la patria, sus dos vírgenes,
sus medallas de oro, sus ciguas palmeras y su pueblo
se hunden en un abismo de corrupción saturada de esperanza.
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